SOBRE LA ASOCIACIÓN

El colectivo y laboratorio político Arrebol nació creyendo que la cultura política es uno de los mejores mecanismos sociales para avanzar en nuestra Democracia. Creemos firmemente en esta como herramienta para profundizar en nuestros valores. La política está presente en nuestro día a día, en casi todos nuestros actos, decisiones y posiciones, en nuestro trabajo, en nuestra relación con los vecin@s... y debe ser el único camino posible para progresar hacia una sociedad más justa, más humana, menos sectaria, que permita avanzar hacia la igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadan@s. Nuestr@s representantes políticos hoy, más que en ningún otro momento, deben ser esencialmente ejemplares y albergar un alto sentido ético. Rechazamos profundamente el concepto pre-fascista acuñado como clase política y manifestamos nuestro deseo de que más pronto que tarde, los principales partidos del país, sean capaz de regenerarse y entender que no son los únicos propietarios de la política, aunque sí una parte importante de su representación. ARREBOL figura inscrita en el registro de Asociaciones Culturales de Castilla-La Mancha. E-mail de contacto: arp.arrebol@gmail.com

miércoles, 12 de marzo de 2014


ES UNA CUESTIÓN DE ACTITUD MENTAL

El ser humano tiene una de las mayores capacidades de adaptación del vasto reino natural, demostrado ha quedado a lo largo de cientos de miles de años de desarrollo de la especie. Esa habilidad para adaptarse al medio y a sus propias circunstancias ha surgido no de su fuerza, sus habilidades o su composición muscular y sanguínea. No, ha surgido de la materia celular de una pequeña cavidad craneal: su habilidad mental, su imaginación, su empeño consciente, su creatividad. Durante milenios, todo lo que sabíamos era “tenemos que sobrevivir, tenemos que adaptarnos, tenemos que vencer este obstáculo”. Y vaya si lo hicimos. ¿Había un cambio de situación, climático, territorial o alimenticio? Reflexionábamos y nos adaptábamos. Buscábamos salidas, una alternativa, una solución. Eso era la vida. Esa es nuestra ley de vida. Y gozamos de los mejores instrumentos para conseguirlo. Capacidad mental, imaginación, creatividad y resistencia interna, eso que algunos llaman “resiliencia”.

Hablo en pasado. ¿Qué es lo que hemos conseguido? Una sociedad de la que nuestra vanidad se sentía orgullosa, un desarrollo –parcial, sólo en zonas reducidas del planeta que nos situaba en el centro de un bienestar “bien merecido”. Y ahí nos durmimos. Como bebés satisfechos. Ahí nos regodeamos. Qué buenos somos, hemos conseguido tantos avances como sociedad. ¿Avances? Que les pregunten a las abejas. Ellas ya se organizaban socialmente hace millones de años. Ya sabían cómo defenderse del invierno y los depredadores, combatían enfermedades y eran autosuficientes. Incluso son capaces de dar la vida por el bien de su comunidad. ¿Qué nos distingue de las abejas y en qué somos distintos en cuanto a resultados? Queda para más adelante la respuesta.

Es una cuestión de actitud mental.

Es una cuestión de actitud del corazón.

Una parte del planeta -y esto hay que resaltarlo mucho porque tendemos a hacer extensivo lo “nuestro” a todos los seres sin rostro que no conocemos y que nos suelen importar poco- ha subido hasta el pico de la montaña rusa y ahora cae en picado. La emoción del descenso ha trocado nuestra mueca de sorpresa en una de pavor. ¿Hacia dónde vamos? ¡Nos estrellamos! ¡Chocamos con un rezagado punto de partida! Avances sociales y económicos pasan a toda velocidad ante nuestros ojos, en una especie de moviola marcha atrás, mientras gritamos “¡estamos volviendo al pasado!, ¡no hay trabajo, nos roban los beneficios de salud y educación! ¡Nuestros ideales y luchas fueron por nada!”… El túnel del terror está lleno de resonancias de angustia y miedo.

Apriete en el botón de la lupa para aumentar la imagen. Una parte aún más pequeña, muy minúscula del planeta, encogida en un rabo de tierra peninsular (España, se llama), grita más enardecidamente aún que otras y se queja. Se queja mucho, tanto que algunos gimen, se tiran de los pelos, se desesperan. Esto es lo que dicen: “Ya no puedo más, vivo con lo mínimo, no tengo, no dispongo, no alcanzo”.

Seamos justos. Algunas personas (cientos de miles, no hay duda) lo están pasando realmente muy mal. Tan mal que comen una vez al día, que pasan frío en invierno, que los mandan a la calle, que ya ni piensan en educación para sus hijos o tratamiento para sus enfermedades, sino tan sólo sobrevivir, llegar a tocar meta el siguiente mes. Y al otro mes. Y al otro. Es duro ser testigo de esto. Algo se rebela dentro. Pero también es duro ser testigo de la queja de los que aún tienen. Y somos muchos los que tenemos.

No quiero generalizar, que nuestro país es bravo y enseguida salen abanderados del pendón “tú no sabes por lo que yo estoy pasando”, así que mejor particularizo. Yo hago reducciones fuertes en mi economía: electricidad, alimentos, transporte, vestimenta, cultura, ocio. Cada vez un poco más, porque cada vez hay un poco menos. Aún así, no siento la punzada del hambre en mi estómago aún. Remedo mi ropa y puedo llevarla con un mínimo de dignidad. Hasta ahora nadie me ha golpeado, tirado a un charco, escupido con desprecio o girado su cara para no mirarme al verme pasar. Muchos hemos nacido en un siglo pasado que vivió dos guerras mundiales, más la local que tuvimos en España. Hemos conocido a gente que las peleó y padeció. Estas personas aún recuerdan lo que era disponer de un huevo, una jarra de leche o una lata de sardinas (proteína) una semana afortunada. O vayamos al campo, ese que nos gusta recorrer cuando vamos de excursión y fotografiar con sus paisanos de rostro curtido y arrugado. Ellos nos cuentan cuando iban por agua a la fuente, frotándose los sabañones que salían al frotar las sábanas en el agua gélida del lavadero, o rota la piel de desbrozar tanta maleza en los cultivos. Nos hablan de la niña que fue de 8 años, acurrucada de noche en la paridera y rodeada de cabras, llorando de miedo y cansancio tras un largo día pastoreando. Nos lo cuentan. Están vivos. Y les sonreímos y pedimos nos den la receta perdida de sus guisos auténticos.

Qué país tan típico, oiga.

Esto es lo que pienso: hemos generado una fuerte resistencia al cambio y a la adaptación. Hemos perdido la capacidad de reaccionar tras los primeros momentos del shock y nos hemos atrincherado en nuestra miseria interna como bebés asustados. Esto no sólo nos está bloqueando para trabajar en nuestra adaptación al medio (condición esencial para generar cambio) sino que nos hace caer en una blanda y gris nube de terrible autocomplacencia. Con un resultado inevitable y triste: nuestra pérdida de dignidad, esencial para caminar erguidos y poder otear el horizonte. Lo siento, ancestros de mi paleolítico. No sirvió de tanto el esfuerzo de vuestra columna vertebral.

Recuperemos la dignidad. Esa que nos hace saber callar ante la auténtica desgracia del otro, en lugar de proclamar la nuestra. Que nos ayuda a mantener la mirada limpia para mejor reconocer a los que realmente sufren y carecen, al tiempo que vislumbrar sin sombras las posibilidades abiertas del futuro y nuestra propia fuerza. Una dignidad que es elemento esencial, sine qua non, para trabajar en el cambio social y humano. La dignidad que nos hace fuertes y merecedores de lo mejor. Seamos humanos, señora,
caballero.

No es difícil. En absoluto. Es una cuestión de actitud mental. Una cuestión de corazón. Nada más.

Hoy, subimos esta reflexión de la ciudadana alcarreña Natalia Díaz. Necesaria en los tiempos que corren y que triste y fácilmente desaparecerá de nuestras cabezas en este mundo individualista que nos va engullendo día a día. Esperemos que esta vez no sea así. Muchas gracias, Natalia por recordarnos que seguimos siendo humanos.