ES UNA CUESTIÓN DE ACTITUD MENTAL
El ser humano tiene
una de las mayores capacidades de adaptación del vasto reino natural,
demostrado ha quedado a lo largo de cientos de miles de años de desarrollo de la
especie. Esa habilidad para adaptarse al medio y a sus propias circunstancias
ha surgido no de su fuerza, sus habilidades o su composición muscular y
sanguínea. No, ha surgido de la materia celular de una pequeña cavidad craneal:
su habilidad mental, su imaginación, su empeño consciente, su creatividad.
Durante milenios, todo lo que sabíamos era
“tenemos que sobrevivir, tenemos que adaptarnos, tenemos que vencer este
obstáculo”. Y vaya si lo hicimos. ¿Había un cambio de situación, climático, territorial
o alimenticio? Reflexionábamos y nos adaptábamos. Buscábamos salidas, una alternativa,
una solución. Eso era la vida. Esa es nuestra ley de vida. Y gozamos de los mejores
instrumentos para conseguirlo. Capacidad mental, imaginación, creatividad y resistencia
interna, eso que algunos llaman “resiliencia”.
Hablo en pasado.
¿Qué es lo que hemos conseguido? Una sociedad de la que nuestra vanidad se
sentía orgullosa, un desarrollo –parcial, sólo en zonas reducidas del planeta que
nos situaba en el centro de un bienestar “bien merecido”. Y ahí nos durmimos. Como
bebés satisfechos. Ahí nos regodeamos. Qué buenos somos, hemos conseguido tantos
avances como sociedad. ¿Avances? Que les pregunten a las abejas. Ellas ya se organizaban
socialmente hace millones de años. Ya sabían cómo defenderse del invierno y los
depredadores, combatían enfermedades y eran autosuficientes. Incluso son
capaces de dar la vida por el bien de su comunidad. ¿Qué nos distingue de las
abejas y en qué somos distintos en cuanto a resultados? Queda para más adelante
la respuesta.
Es una cuestión de
actitud mental.
Es una cuestión de
actitud del corazón.
Una parte del
planeta -y esto hay que resaltarlo mucho porque tendemos a hacer extensivo lo
“nuestro” a todos los seres sin rostro que no conocemos y que nos suelen importar
poco- ha subido hasta el pico de la montaña rusa y ahora cae en picado. La emoción
del descenso ha trocado nuestra mueca de sorpresa en una de pavor. ¿Hacia dónde
vamos? ¡Nos estrellamos! ¡Chocamos con un rezagado punto de partida! Avances
sociales y económicos pasan a toda velocidad ante nuestros ojos, en una especie
de moviola marcha atrás, mientras gritamos “¡estamos volviendo al pasado!, ¡no hay
trabajo, nos roban los beneficios de salud y educación! ¡Nuestros ideales y
luchas fueron por nada!”… El túnel del terror está lleno de resonancias de
angustia y miedo.
Apriete en el botón
de la lupa para aumentar la imagen. Una parte aún más pequeña, muy minúscula
del planeta, encogida en un rabo de tierra peninsular (España, se llama), grita
más enardecidamente aún que otras y se queja. Se queja mucho, tanto que algunos
gimen, se tiran de los pelos, se desesperan. Esto es lo que dicen: “Ya no puedo
más, vivo con lo mínimo, no tengo, no dispongo, no alcanzo”.
Seamos justos.
Algunas personas (cientos de miles, no hay duda) lo están pasando realmente muy
mal. Tan mal que comen una vez al día, que pasan frío en invierno, que los
mandan a la calle, que ya ni piensan en educación para sus hijos o tratamiento
para sus enfermedades, sino tan sólo sobrevivir, llegar a tocar meta el
siguiente mes. Y al otro mes. Y al otro. Es duro ser testigo de esto. Algo se
rebela dentro. Pero también es duro ser testigo de la queja de los que aún
tienen. Y somos muchos los que tenemos.
No quiero
generalizar, que nuestro país es bravo y enseguida salen abanderados del pendón
“tú no sabes por lo que yo estoy pasando”, así que mejor particularizo. Yo hago
reducciones fuertes en mi economía: electricidad, alimentos, transporte,
vestimenta, cultura, ocio. Cada vez un poco más, porque cada vez hay un poco
menos. Aún así, no siento la punzada del hambre en mi estómago aún. Remedo mi
ropa y puedo llevarla con un mínimo de dignidad. Hasta ahora nadie me ha
golpeado, tirado a un charco, escupido con desprecio o girado su cara para no
mirarme al verme pasar. Muchos hemos nacido en un siglo pasado que vivió dos
guerras mundiales, más la local que tuvimos en España. Hemos conocido a gente
que las peleó y padeció. Estas personas aún recuerdan lo que era disponer de un
huevo, una jarra de leche o una lata de sardinas (proteína) una semana
afortunada. O vayamos al campo, ese que nos gusta recorrer cuando vamos de
excursión y fotografiar con sus paisanos de rostro curtido y arrugado. Ellos
nos cuentan cuando iban por agua a la fuente, frotándose los sabañones que
salían al frotar las sábanas en el agua gélida del lavadero, o rota la piel de
desbrozar tanta maleza en los cultivos. Nos hablan de la niña que fue de 8
años, acurrucada de noche en la paridera y rodeada de cabras, llorando de miedo
y cansancio tras un largo día pastoreando. Nos lo cuentan. Están vivos. Y les
sonreímos y pedimos nos den la receta perdida de sus guisos auténticos.
Qué país tan típico,
oiga.
Esto es lo que
pienso: hemos generado una fuerte resistencia al cambio y a la adaptación.
Hemos perdido la capacidad de reaccionar tras los primeros momentos del shock
y nos hemos atrincherado en nuestra miseria interna como bebés asustados.
Esto no sólo nos está bloqueando para trabajar en nuestra adaptación al medio
(condición esencial para generar cambio) sino que nos hace caer en una blanda y
gris nube de terrible autocomplacencia. Con un resultado inevitable y triste:
nuestra pérdida de dignidad, esencial para caminar erguidos y poder otear el
horizonte. Lo siento, ancestros de mi paleolítico. No sirvió de tanto el
esfuerzo de vuestra columna vertebral.
Recuperemos la
dignidad. Esa que nos hace saber callar ante la auténtica desgracia del otro,
en lugar de proclamar la nuestra. Que nos ayuda a mantener la mirada limpia
para mejor reconocer a los que realmente sufren y carecen, al tiempo que
vislumbrar sin sombras las posibilidades abiertas del futuro y nuestra propia
fuerza. Una dignidad que es elemento esencial, sine qua non, para
trabajar en el cambio social y humano. La dignidad que nos hace fuertes y
merecedores de lo mejor. Seamos humanos, señora,
caballero.
No es difícil. En
absoluto. Es una cuestión de actitud mental. Una cuestión de corazón. Nada más.
Hoy, subimos esta reflexión de la ciudadana alcarreña Natalia Díaz. Necesaria en los tiempos que corren y que triste y fácilmente desaparecerá de nuestras cabezas en este mundo individualista que nos va engullendo día
a día. Esperemos que esta vez no sea así. Muchas gracias, Natalia por
recordarnos que seguimos siendo humanos.